martes, 6 de diciembre de 2011

CUANDO MUERE UNA BIBLIOTECA



Aquella biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme.
Charles Bukowski


    Todas las tardes cumplía su cita, Homero, Cervantes, Whitman, Dickinson, pasearon junto al joven dentro de ese pequeño salón donde lo esperaba el mundo y la historia. Los viejos anaqueles que guardaban la música universal, los tomos hechos de tiempo y alma, los lectores ahora dispersos y perdidos en los pasos de la ciudad, las tardes que ya añejaban un sabor a verso inconcluso o jamás escrito, como un antiguo vino guardado en las cavas del Olimpo, todo ha quedado para siempre en la memoria del joven lector.

    Estas tardes, ha buscado abrigo frente al mar, en el insomnio terco de su habitación, en el poema que un amigo jubilosamente le comparte, pero la biblioteca no está ahí, sus paredes sólo son un recuerdo que con el tiempo le será ajeno, prestado. La biblioteca perdura ahora en el dulce hábito de seguir buscando el libro, la página, el verso, la poesía, con esa misma tenacidad que Ulises dedicara para encontrar su Ítaca.

    Alguna tarde del estío volverá a verse levitando en la atmósfera íntima de la pequeña biblioteca, arrastrado por ese otro río (el que supo aprender de Borges) a los confines de la historia que a veces se pierden en el olvido. Alguna tarde, otra vez, el cigarrillo, el café, la solitaria compañía del jazz, el antiguo enigma del sándalo, las fotografías, el espíritu de la poesía aleteando sobre las voces, las sombras de los poetas habitando cada página, el libro que no leyó, otros tantos y tantos en esa inmensa biblioteca que no leerá, y la noche, la inmutable noche que son todas las noches silenciando el letargo de las letras ya adormecidas, porque el lector se habrá ido.

A la Biblioteca de Poesía Oscar Delgado